Desgarro

La experiencia de vivir una infancia entre dos realidades diametralmente opuestas – la que se expresa y se actúa y la que se dice – ha producido siempre una fractura irreconciliable dentro de mí, entre mis emociones y mis capacidades. La tensión brutal de navegar un mundo en el que los gestos de desprecio, la violencia y el resentimiento forman los hilos con los que se teje una manta que, te insisten, tienes que llamar “amor” me ha convertido, en muchos sentidos, en una persona al borde del desequilibrio, siempre en un equilibrio inestable y dedicando todo mi esfuerzo a sostener ese balance precario, imposible, no sólo para mí sino también (en cierto sentido, sobre todo) para las personas que me trataban así.

Por supuesto, tampoco ha ayudado que después de ese aprendizaje las únicas personas que tenían un incentivo para acercarse a mí hayan sido, precisamente, personas que necesitaban alguien que mantuviera ese equilibrio por ellas. La profecía siempre autocumplida, vueltas en la rueda del hámster que refuerzan el mensaje.

Aunque hasta el instituto mi inteligencia nunca había destacado formalmente, sí era algo que me habían hecho notar personas allegadas, fuera del ámbito inmediato. (En mi propia casa, los momentos en los que mi capacidad puramente intelectual destacaba eran recibidos con resentimiento y desprecio. Una forma de “ponerme en mi sitio”, no fuera a pensar que valía para algo). Pero desde muy niño desconfiaba de cualquier muestra de aprecio. ¿Qué era lo que quería esa gente que hablaba bien de mí? La experiencia de un refuerzo positivo de mi autoestima era tan extraña que lo único que podía pensar era que había un motivo oculto. Por supuesto, deseaba con todas mis fuerzas que esa valoración fuera sincera – pero pensaba que no lo era.

La razón es complicada: probablemente era una combinación de falta de experiencia, una situación emocional ya sobrecargada, y la necesidad de protegerme ante un desengaño aún más doloroso. No esperar nada reduce el golpe. Y cuando hablo de golpe, no hablo metafóricamente. Un patrón muy habitual en casa era que la violencia, el desprecio, los insultos o las humillaciones se producían precisamente como respuesta a pequeños momentos de felicidad o alegría por mi parte. De nuevo, “ponerme en mi sitio”, la secreta felicidad sádica de quien se siente miserable en destruir la felicidad de otros. También funciona al revés: en un momento de dolor, pérdida o culpa podía contar con una respuesta de aparente alegría y felicidad. Lo que importa no es hacer daño, o no, sino no permitir que el otro tenga sentimientos autónomos. Reír ante el dolor de otros da tanta sensación de poder como entristecerse ante su alegría. Pero me costó más de dos décadas y volver a vivir esos patrones en mi vida adulta entender de verdad por qué ocurría eso.

Una vez en el instituto, me hicieron algunas pruebas. Nunca he sabido exactamente el resultado, sólo aproximadamente. Aparentemente el orientador no pensó que un chaval de 12 o 13 años tuviera que participar en la discusión sobre lo que esas pruebas implicaban. En la mejor tradición de mi familia, esas pruebas se tradujeron en la decisión (nunca enunciada) que implicaba menos esfuerzo y que se veía mejor desde fuera: enviarme unas tardes a la semana a un espacio nefasto. Fue una experiencia completamente ridícula y, de hecho, perjudicial, pero eso es otro tema.

Lo relevante, a donde se dirige esta entrada, es el cóctel con el que crecí: una inteligencia sobresaliente, el único responsable emocional en mi familia, y todas mis necesidades y deseos infantiles reprimidos. Violencia verbal y física como única forma de educación y una indiferencia desdeñosa hacia mis pequeños logros. ¿Cuál es el resultado de ese coctel?

Perfeccionismo. Perfeccionismo patológico. El único perfeccionismo que existe.

Es complicado hablar de esa experiencia con alguien que no la haya vivido directamente. Se supone que el perfeccionismo es bueno. Que el perfeccionismo nos hace eficaces y nos da ventaja. Nunca, nunca es así. El perfeccionismo es un obstáculo para hacer cosas. El perfeccionismo degrada, disuade, paraliza. Los logros nunca satisfacen, con lo que, poco a poco, deja de importar. Mi vida se ha ido convirtiendo en un caos más y más disfuncional porque da exactamente igual que no lo sea. Puedo hacer las cosas, pero no me satisfacen. Así que, después de un tiempo, dejo de hacerlas. ¿Para qué? Sé que podría hacerlas. Probablemente podría hacerlas mejor que la mayoría de la gente. Pero no tiene ningún sentido. Porque no va a llenar el vacío.

Sólo ahora empiezo a sentirme distinto con esto. Ha sido necesario volver a vivir como adulto el trato que sufrí en mi infancia para entenderlo, y ha sido necesario entenderlo para desactivarlo. Para conectar otra vez con la realidad y abandonar el teatro del absurdo en el que todo funciona al revés, el amor se proclama con cara de asco, las alegrías no se comparten sino que se roban, quien bien te quiere te hará llorar, y la persona que te necesita desesperadamente te trata como si te perdonara la vida. El primer paso ha sido validar mi experiencia, mi comprensión, mis emociones. Aceptar que no estoy roto: al revés, he tenido que ser extraordinariamente fuerte, porque he tenido que tener energía para cargar no sólo conmigo, sino con una cadena de personas rotas que no podían dejarme marchar.

Estoy volviendo a aprender la alegría de las pequeñas cosas como un niño. Disfrutando de jugar con las manos, de probar cosas nuevas, de reinventarme. Estoy aprendiendo a celebrar mis imperfecciones, a pesar de las presiones externas. Estoy aprendiendo a ser un niño en un mundo hecho para un adulto; esto produce tiranteces, pero sigue siendo más fácil que cuando fui un adulto en un mundo hecho para un niño.

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